lunes, 12 de octubre de 2009

Acerca de las palabras: "Perfecto y Diablo"

Breves reflexiones sobre las palabras “Perfecto (perfección) y Diablo”

Estos dos vocablos: “perfección o perfecto y diablo” son de uso cotidiano en nuestra lengua. Todo el mundo las usa, sobre todo la primera, en multitud de ocasiones. En nuestra visión católica están cargadas de una significación muy determinada que se ha ido elaborando con el paso de los siglos y con la utilización que los humanos hemos hecho de ellas según las diversas visiones del universo que se han ido manteniendo según las creencias (la mayoría de ellas religiosas) y las actitudes cara al mundo “exterior”.

Mas esta utilización generalizada de dichos términos no supone en modo alguno, antes bien todo lo contrario, que se haya reflexionado por parte de la mayoría sobre cuál sea el significado originario de los mismos, cuál su etimología, por qué se introdujeron en el lenguaje cristiano, hace dos mil años, y con qué significación. Como casi siempre, ir al origen de las palabras, aunque no pueda ser en muchísimas ocasiones el origen último, puede iluminar lo que ellas no sólo manifiestan, sino también esconden.

Los cristianos de fe y de formación tenemos en nuestros corazones la resonancia de estas palabras puestas en boca de Jesús por los que escribieron los evangelios, que nos piden que seamos perfectos “como nuestro Padre celestial” y que llama a Satanás (el Diablo) “padre de la mentira”. No cabe duda de que la intimidad que Jesús tenía con el Padre era tal que el evangelio de Juan llega a afirmar: “el Padre y yo somos uno”. No es difícil concluir a partir de estos textos, que los evangelios y las primeras comunidades, de cuya fe los evangelios son expresiones, ven a Jesús con la misma perfección que ven al Padre, perfección que nos pide a todos sin excepción, pero perfección como la que tiene él y el Padre, no lo que nosotros podamos pensar que es perfección. Es cierto que los místicos cristianos, el primero Jesús, vivieron en plenitud la experiencia de la perfección como Totalidad, de ahí su lenguaje esencialmente paradójico, obscuro para la mente (también el del evangelio que nos pide amar sin límite, passim, y a la vez nos dice que Jesús vino a traer la guerra y no la paz, Mt. 10, 34... Lc.12 51...), claro para la experiencia de lo numinoso, pero la inmensa mayoría de los cristianos hemos sido adoctrinados en otro sentido: la ascética de la “mortificación (matar)”, represión hasta la muerte de lo considerado negativo o malo, y los místicos normalmente no han sido entendidos...

La primera palabra: Perfecto es el participio pasado (por tanto pasivo) del verbo perficio (per facere), cuyo significado más genuino es hacer totalmente, acabar, completar, por lo tanto su participio pasado significa lo completado o completo, lo total. Este significado originario es anterior a la utilización del término entre los cristianos, el latín era una lengua utilizada en todo el imperio romano en fechas muy anteriores (siglos) a Jesucristo. En cambio, en nuestra cultura cristiana ha pasado a significar el compendio de cualidades positivas en el que no hay lugar para lo negativo: “compendio de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”. En esta concepción se excluye expresamente todo lo negativo, lo malo, lo que la psicología jungiana y posterior ha llamado “la sombra”. Así la santidad en el sentido católico se concibe como una actitud en la que la persona humana niega cada vez con mayor fuerza toda aquella parte de sí misma que percibe como mala, mutilándose en su propio ser, negando la polaridad del ser en sí mismo, polaridad que es la constitución de este mundo manifiesto. La santidad cristiana se entiende como la afirmación a lo que debe ser (¿según qué criterio?) y la negación de buena parte de lo que es, considerada pecaminosa: placer, sexo, pasiones, impulsos, cuerpo, soberbia, agresividad...
Este concepto de perfección, la perfección tal como la entiende nuestra cultura, niega la sombra, o sea, todos aquellos aspectos de nosotros mismos que no reconocemos como propios, pero que en verdad lo son, aunque no estemos en contacto consciente con los mismos. Y que por lo mismo proyectamos hacia lo exterior. Un ejemplo paradigmático de esta proyección es la persecución institucionalizada de la “brujería” y de la “herejía”, la realización de las “cruzadas”... Simplemente señalo el hecho, no pretendo juzgarlo, los criterios morales, como todo, evolucionan con los tiempos, y todo hecho, patológico o no, colabora en la historia para la evolución de la conciencia.

La sabiduría, o filosofía perenne, ha conservado el sentido originario del término “perfección”. Ha entendido que el camino para la misma consiste en un proceso de ampliación de nuestra conciencia, no simplemente moral ni psíquica, sino la conciencia sin epíteto, orientado a que esta abarque todo cuánto es, una vía de aceptación de la totalidad, de abrazo a lo que es. Lo cual no quiere decir más que el reconocimiento de nuestra realidad, que la aceptación de las polaridades que constituyen la existencia en el tiempo, que somos a la vez buenos y malos en el sentido que damos a estas palabras, en realidad ni buenos ni malos, pues son conceptos muchas veces arbitrarios que hemos tomado de nuestra visión particular de la Realidad. En modo alguno quiere decir esto que hemos de dejarnos llevar por la agresividad, por el odio.., sino que nos contemplemos y aceptemos tal cual somos para en la aceptación transcender esta polaridad y llegar hasta la Realidad, lo no-dual de lo que es manifestación en el tiempo nuestra polaridad constante. Sólo en la armonía que, abarcando los dos polos, los transciende está la verdadera sabiduría. Y en ella se establece el místico. Esta armonía es la del Ser, que no es ser de esta manera u otra sino que no es polar, no tiene otro polo contrapuesto. Es amor sin odio posible, es Vida sin muerte, sin duración, sin cambio, sin tiempo, es felicidad sin polaridad, no-dual. Es la liberación de toda forma. No olvidemos nunca que “(el Padre) hace salir el sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

La segunda es: Diablo. Procede del griego diábolo (dia-bollein: dia-bollein) que significa: el que desgarra, el que divide. El padre de la mentira lo que hace es dividir, crear confusión, separar, oponer... “También resulta muy significativo advertir que “diabólico” es el antónimo de “simbólico” (sum ballein: sim-ballein) que que significa reunir. Este significado etimológico tiene una importancia extraordinaria en lo que respecta a la ontología del bien y del mal. Lo simbólico es, pues, lo que reúne, lo que vincula, lo que integra al individuo consigo mismo..., lo diabólico, por el contrario, es lo que separa, lo que divide al individuo, lo que lo escinde y mantiene separado...”(Rollo May). Vivimos en el tiempo, en el mundo de la separación de los polos, en lo diabólico y sólo asumiendo la dualidad, no eliminando ni reprimiendo una parte, y transcendiendo ambas en la misma aceptación, podremos llegar al Ser, al Espíritu que es quien mantiene esa dualidad de formas en nuestra existencia. Lo que es verdaderamente malo no es un polo de la dualidad (lo que no debemos ser) sino la dualidad misma, es la exclusión de uno de los polos, es la escisión de lo que en sí no es sino Ser, porque en definitiva la división es un error de nuestra percepción. Sólo hay Ser, sólo Amor y Vida. Si lo queremos llamar Dios, pues vale.

Quizás con lo dicho sea suficiente para abrir un principio de duda en las conciencias más abiertas, que no se han enroscado en sí mismas como el puerco espín.